—Ya está conectado. Felicidades, disponen del climatizador más sofisticado del mercado. No hay uno como el U-300, inteligencia artificial para moderar la climatización de la casa. No tendrán que hacer nada, él lo hace por ustedes.

    —¿Y si se estropea? —preguntó Arístides.

    —No seas cenizo —replicó Paquita.

    —Si deja de funcionar, llega una señal a la central y el servicio técnico se pone en contacto con ustedes. Despreocúpense y disfruten del clima ideal, como dice el lema de nuestra empresa: “no gaste dinero viajando, con el U-300 vivirá el clima de sus sueños en su casa”.

    —Lógico, con lo que ha costado este armatoste los únicos viajes que podemos costearnos son del recibidor al salón y del salón a la cama.

    Paquita, azorada por las palabras de su marido, se cubrió el rostro. Indemne ante la crítica, el operario especificó:

    —Vean cómo oscilan las rejillas del U-300, los sensores han detectado el cambio de temperatura de la señora y debido al rubor, el climatizador pasa a refrescar el ambiente. Obsérvenlo en el panel luminoso. Un sistema que han contratado muchas bodegas.

    —Paquita, ahora somos como dos botellas de vino, tú un gran reserva, que eres mayor que yo.

    La casa estaba llena de cámaras con microsensores que detectaban la temperatura corporal y la de la casa, que fluctuaba cuando se cocinaba o al encender un aparato eléctrico como la aspiradora o el secador.

    Para Paquita Valdetormes, a falta de joyas, ropa fastuosa o cruceros, ese había sido el capricho ansiado, no tan solo por el confort que les proporcionaba en el hogar, sino por la exclusividad de tener un producto de alta gama, novedoso y que ningún vecino ni ninguna de sus amigas poseía.

    Estaba satisfecha, atrás quedaban los anacrónicos ventiladores que dispensaban aire caliente y sonaban como el motor de un avión; además, este era un modelo de bajo consumo, ecológico y preferible a embotarse con una socorrida manta con bolitas. Antes, los acaudalados señores coloniales se contentaban con ser ventados por criados, ahora, un modesto y aburrido matrimonio de barrio disfrutaba de la mejor climatización, sin ni siquiera preocuparse en errar al apretar el botón equivocado, el U-300 trabajaba por libre y sin instrucciones manuales.

    Paquita imaginaba sentirse dentro de un vaso con hielos, mientras se hacía la pedicura. Para rebajar los sudores del esfuerzo se servía una tónica con una rodaja de limón o naranja. La leve efervescencia del gas le evocaba la espuma marina de las olas truncándose en la orilla, adecuada alegoría estando descalza mientras se secaban los dedos. El color elegido era el rosa crudo, a juego con unos preciosos zapatos acharolados.

    —Decías que eran de boda, la cuestión es objetar y no comprar. Es un color veraniego. Tranquilo, me casé una vez, no habrá más. Y... Si hay, no sería contigo, claro, con otro.

    —No me invites. No soporto los trajes de celebración ni la obligación de los regalos.

    —Cariño, ¿hay algo que no te disguste?

    Comentó Paquita enzarzada en pintarse el meñique, esperando nuevos reproches del marido. Ella siguió aduciendo que albergaba esperanzas de acudir a una ceremonia de enlace de alguna de las hijas de sus amigas.

    Al cabo de tres semanas, otra tarde de un miércoles (el día de la pedicura casera), el matrimonio se encontraba en el saloncito.

    —Arístides, pásame los algodones.

    El climatizador produjo un ruido por primera vez desde la instalación. Un tipo de carraspeo metalizado.

    —¿Estropeado ya? Hace días que noto más frío en el salón.

    —Se está bien. Era lo que querías, no asarte de calor.

    —Hemos de graduarlo para que suba la temperatura, no voy a estar sentada en el sofá con un abrigo, ¡parecería la viñeta de un tebeo!

    —Se autogestiona por sí solo, ya lo sabes.

    El aparato repitió el mismo sonido y el móvil de Paquita emitió una sintonía. Mientras, el luminoso con la temperatura inició un parpadeo.

    —Es un mensaje de la aplicación del aire.

    El marido se encogió de hombros con expresión de indiferencia. Paquita leyó:

    —El algoritmo que procesa el U-3OO ha calibrado los datos de las personas que habitan en la vivienda y haciendo un cálculo estadístico de peso, estatura, grupo sanguíneo, estado civil y ciudad de residencia establece que a partir de ahora el sujeto número 2, de género masculino, pasa a denominarse Gregorio.

    —Esto es demasiado. Llamaremos a la casa y que se lo lleven —objetó el aludido.

    —Ya no está en periodo de prueba.

    —Nuestro matrimonio tampoco, pero me está apeteciendo pedir el divorcio.

    —No seas tosco, Gregorio, la máquina es más inteligente que nosotros, hay que atenderla, se expresa con sabiduría. Tómate una cerveza y, si quieres, si tanto te afecta, te seguiré llamando Arístides, nombre que nunca soportó ni mi madre ni yo.

    Transcurrieron algunas semanas más sin que hubiera más notificaciones que les sobresaltaran, aunque en la vivienda la atmósfera se había refrescado de forma notable, un inconveniente que no fue abordado en un debate, al ser imposible el consenso al estar ambos enrocados en posturas antagónicas.

    Arístides llevaba días economizando las palabras, estaba serio, clavado en el sofá sin pretensión de opinar. Paquita se bastaba por los dos, no necesitaba réplica, solo un poco de ayuda al arreglarse los pies.

    —Acércame los algodoncitos, ¿quieres?

    La respuesta del marido fue un ruido apagado con la boca cerrada.

    —Vago hasta para gruñir. Duérmete, que se está fresquito. Al nene le molesta el sabor del esmalte, se le mete en el paladar. Siempre has sido delicado. Con los pañales de los críos, por ponerte una tirita... “Tienes un marido que ni en las rebajas”, me dicen para chinchar las amigas. En realidad, tesoro, opinan con cruda sinceridad. El que te quiere bien te hará llorar.

    Se escuchó un carraspeo de descontento.

    —Yo te defiendo, cielo, todo el género pierde con el tiempo, se desgasta la tela, hay que zurcir un siete, se descolora... —argumentó Paquita observando el rostro del impávido esposo—. Cariño, tienes el mismo tono de piel que la nevera, ¿será de ir tanto por las cervezas y las aceitunas? Bueno, al menos eso te hace entrar en la cocina. Las tareas del hogar no forman parte de tus habilidades. Recuerdo cuando me ayudabas a tender en la azotea, resoplabas, cerrabas los ojos y, un día, creyendo que no te veía porque estabas cegado por el sol, te enjuagaste el sudor con una toalla recién tendida. Este es mi Gregorio, dame otro algodón, cariño.

     A tientas, alzando las piernas y alargando el brazo, Paquita notó una sensación extraña en la mano. No quiso insertar ni mirar el blanduzco tejido que le pasó su marido y lo depositó en el cenicero. En silencio, se giró hacia él.

    —¡Qué es esto! Desastre de hombre... ¿Puedes explicármelo?

    El aludido quiso mirar a su mujer, pero no pudo, apenas soltó un gemido. La cara, el cuello y todas las partes del cuerpo que Gregorio tenía descubiertas estaban lívidas, agrietadas y con puntos amoratados. La expresión labial correspondía a la de alguien cansado, un lelo que hubiera subido varios pisos transportando paquetes.

—¿Te has visto? —dijo Paquita rabiosa—. Mírate, menuda facha, como si te hubieras untado un yogur con frutas del bosque. Ni en verano estabas así cuando te fundías el tarro de “Nivea” en dos días de playa. No vamos bien Gregorio, esto no me lo esperaba de ti. Sabía que eras un muermo, una momia, pero nunca imaginé que llegaras tan lejos en tu hundimiento. No me arrastrarás contigo, te lo aseguro. ¿Qué dirán los vecinos, los niños? Es lo peor que me podías hacer, hubiera preferido descubrir que me eras infiel, que te marchabas con la paga fresca a una  casa de citas.

    El marido se expresó con gestos, apuntando al aparato de aire acondicionado. Paquita recibió una notificación del U-300.

    —Reacondicionando el espacio de 64m² . El sujeto nº2, de nombre Gregorio, dadas sus condiciones físicas, requiere de un descenso drástico de la temperatura. El proceso de reestructuración térmica terminará en breve.

    El aparató carburó durante medio minuto, tras lo cual el marcador señaló una temperatura de 4º.

    —Temperatura sintonizada. Disfruten del confort del U-300. Feliz descanso.

    —¿Qué significa esto, Gregorio o Arístides? Ni siquiera sé ya cómo te llamas. ¿Qué me escondes? Siempre has sido un tipo sieso, un frío, sin ardor ni pasión, pero es demasiado lo que me estás haciendo.

    Protestó Paquita, que molesta por el silencio de un culpable que no se defendía ni con mentiras, retomó la reprimenda.

   —Cretino, ¿pretendes convertir la casa en una cámara frigorífica? Creía que me ibas a hacer viuda dentro de unos años, pero me vienes con esto; desconsiderado hasta el fin, porque nuestro final ha llegado. No pienso compartir espacio con una chatarra humana, búscate a otra, un tío o cásate con un sofá y un mueble bar y montáis un trío nunca visto, pero te quiero fuera de este piso. Siento pena, pero no pena de llorar, de vergüenza, de darte un guantazo con la mano llena. Pero, si lo hago, te desmonto.

    Con la furia en ascenso, Paquita recogió del cenicero el ojo izquierdo que Arístides le había entregado como falso algodón, y se lo encasquetó en la cuenca vacía, de la que colgaba el nervio óptico. Sin oponer resistencia, el expirante esposo fue despedido a empujones y el U-300 reanudó la acción para reequilibrar la temperatura.

    Paquita regresó al sofá para seguir con las uñas, y al destapar el bote de esmalte se detuvo pensativa.

    —¿Qué raro? Mi esposo un zombi... ¡Con la poca iniciativa que tiene!