El foco de luz vespertina quedó obstruido por una asociación de nubes aliadas para ennegrecer la vista.

El sahumerio que ascendía de las antorchas, hacía que en lontananza la nave apareciera incandescente dentro de un nimbo. El mascarón de proa cortaba las olas como una garlopa, pero el balanceo era leve y no se notaban las oscilaciones.

El cielo era hollín y las velas del buque parecían estar atrapadas en el cuello de una chimenea.

-¿Hemos marrado en la derrota? –preguntó un marinero a otro. ¿Hacia dónde navegamos, que nos engulle el ocaso?

Un halo de luz iridiscente ensanchó el velamen y una esfera pesada rasgó la sobremesana, posándose en la desierta toldilla.

Los graznidos mortuorios de las gaviotas sonaron con el ímpetu de plañideras velando una tumba. Fue entonces cuando el vigía esculpió un descarnado exergo, ante lo que yacía en la popa.

-¡Cabeza a la vista!