Hoy hemos
quedado por la mañana. Presto, me dirijo a la cita. Los cuerpos de los
viandantes son conos que eludo sin rozar, a veces efectuando medio giro de
bailarín.
Aunque voy tarde, decelero, pues la camisa
se me pega al torso y me siento como un Donuts de chocolate en verano, así que
detengo el impulso de los brazos al andar.
Consigo estar a la hora, con el coste (a
pesar de las precauciones), de haber sombreado el costillar en la tela y
presentar la frente trasudada.
En cinco minutos el termostato se apaga.
Las 12.40h. Detecto que la dependienta de la corsetería
de enfrente me mira de reojo y empiezo a moverme arriba y abajo, fingiendo conversar por teléfono, no quiero que suponga que soy un debutante en
el fetichismo o un depravado indeciso. Durante el corto camino, un monopatín
eléctrico y una señora que anda en diagonal, casi me arrollan y aún se despiden
girándose con muecas de desaprobación.
12.45h. Un hormigueo que conlleva el enfado
evoluciona en mí, y es entonces cuando me abstraigo del paisaje y sus
habitantes, comprendiendo que en realidad solo busco una excusa para ser
feliz, y la solución más fácil a esta meta universal, es la señorita con la que
he quedado: Tiziana Trebbiare. Por eso, antes del café propuesto ya me he
comido los 25 minutos de retraso, porque con ella he entendido la definición de
“amar”, en parte por la gratificación de los magistrales abrazos de terminal de aeropuerto, que al romperse al hacer descender con delicadeza sus dedos reconociendo la curvatura de mi espalda, se deshacen como
la espuma de las olas al orillar, entrando yo entonces, en un letargo con suspiros que me inducen al bucolismo, una deleitosa ñoñería, un detalle que remonta a estupendo, un día convencional. Sensación esta, que algunos
hombres desprecian para no perder puntos dentro del rango de “machos”, aunque
igualmente la sientan y disfruten sin admitirlo, pero entendamos que deben cumplir las normas de conducta de un código ancestral.
Cuando Tiziana aparece en la lejanía, su
presencia anula la parte negativa de la mañana, el saludo nos une en un
bizcocho de dos pisos; somos los adorables muñequitos que coronan la tarta,
comestibles pero sin vestimenta nupcial. El llamativo abrazo me insufla vida y
el beso la rellena de júbilo.
Los impacientes o los inmersos en un irreal enamoramiento, se marchan, pero los sentimientos veraces, los que asume este escribano, sí esperan.