Febrero avanza inexorable, con rudeza, pero no es talud suficiente para que detenga mi itinerario. He de verte.
El frío, polizonte en mi tabardo, me ha acompañado en el trayecto apretándome en los hombros, como la fiel pareja con la que paseas, ese obstinado convidado de piedra que se instala y no se aleja.
     Candentes labios, en una mañana sembrada con briznas de hielo, vencen mi piel aterida tras saludarnos. Un timorato pero ígneo beso matinal me desbarata tanto como tu aireada cabellera.
‎    Los clientes de la cafetería se estremecen. El sol sigue enjaulado, nieva y por momentos el viento dice la suya lanzando una arenga que traspasa las vestimentas, inyecciones engelantes que entumecen los cuerpos. Sonrío frotando tu nacarada mano y esta es la yesca que prende en mis mejillas.
    Los transeúntes se embozan con gorros, bufandas con visos de manteles y, engordan los torsos, a la sazón que con gracia modifican sus andares por el exceso de ropaje.
    Estufas, teas, pieles ni ningún combustible, generan una calidez natural como la tuya. Un irrebatible suministro de ilusión y viveza. Tu dicha es la pelliza que me aísla del más cruento invierno.