Las farolas se habían encendido en el parque, en un día a finales de noviembre. Las sombras de la luz se unían a los tonos pardos, realzando un efecto sombrío a pesar que no era un emplazamiento solitario.
Una señora con vestimenta clásica disimulaba con un libro de bolsillo, atrapado como si fuera un relicario. Con la barbilla levantada, escuchaba los surcos que hacían los corredores al pisar la hojarasca. El crujido suave de las carreras era un murmullo leve que le causaba placer. Entornaba los ojos y se evadía de una estación que rezumaba melancolía.
    Era una mujer diezmada desde la cuna, debido a un nombre que siempre había rechazado: Carlota. Las normas estrictas en casa y la rigidez tiránica de su madre la sepultaron dentro de una convivencia apática, perjuicio que se había propuesto restañar desde que un año antes se quedara huérfana.
    El reloj marcaba las siete pero el cielo dictaba la noche. El tránsito era menor, algún corredor rezagado y una pareja de ancianos regresando a casa. Carlota estaba decidida a realizar su bautismo en un tipo de vida inédita. Dejó el folletín amoroso en el asiento, para que fuera adoptado por otra persona diagnosticada con desdicha emocional, y se descalzó, los antiguos zuecos ya coronaban la papelera, aupándose encima de una caja de cartón manchada de salsa.
    Carlota adelantó los pasos en una tímida corrediza de bebé satisfecho. Con los pies desnudos apartaba las hojas del camino, pero no sentía la rugosidad de una superficie seca y áspera, sus tobillos eran la orilla donde fenecía un oleaje. El rumor era el mismo que si estuviera en una playa, el relente del parque guardaba semblanzas con la brisa marina. "¿Es el otoño una estación nostálgica y decadente?" Pensó. Como si se preparara para debutar patinando en una pista helada, se tambaleó al levantarse para estrenar el calzado, unos “Louboutin” de charol, a debate entre el rojo y el rosa fluorescente, con un talón de ocho centímetros (una pata de toro según sus ojos) y una suela rojiza, emblema de la marca. 
    Con unos andares deficientes, por la puntera dibujando un cono y la altura de los tacones, a cada zancada Carlota superaba el empuje de un mar ficticio. En la metamorfosis había quedado la envoltura de una beata con un estilismo desvaído, cosido a un carácter conformista.
    En un trazado limpio de maleza, como un soldado que marca el paso, clavó el pie derecho con una intrepidez que nunca había ofrecido, dejando un hoyo cuadrado en la tierra. En ese punto se despedía de las ataduras propias de una mujer remilgada. Tosió para desprenderse de la cuota de aburrimiento que todavía contenía y aspiró aire complacida, para ella el nuevo mundo había empezado a finales de otoño.