"Cara o cruz", relato para el grupo literario  "Mini cuentos"

John Stapleton estaba sentado en la terraza de una cafetería. Sonriente y con articulado movimiento, giró el cuello solazado por cómo marchaba el día. Era un hombre con un defecto preponderante: la indecisión. Por la mañana, un interrogante había emergido del armario: ¿camisa de manga larga verde pistacho o corta de color rosa? La primera tenía buena caída y el tono le gustaba, pero unas enraizadas arrugas en la base la afeaban. Pero con la otra prenda corría el riesgo de pasar frío si soplaba el viento, ante lo cual le atenazó una segunda duda: ¿Desayunar dentro o fuera del local? Con esta carente falta de convicción, Stapleton recurría al azar, y las monedas que propulsaba al aire le dictaban la agenda.
    Había acertado con la segunda opción, la brisa era suficientemente leve para contrarrestar una mañana radiante, pero alejada de temperaturas que hicieran adosarse a la refrigeración.
    La mano izquierda al mentón y percutió otra pregunta: ¿Y un jersey atado por la espalda, o quizás en la cadera?”. Los dedos de pistolero no reaccionaron, no necesitaba una bala de cobre para dirimir esa disyuntiva, era dubitativo pero en ningún caso se trataba de un maduro decadente, que con pomposo y ridículo empaque viste y anda como un imberbe pimpollo.
    Por la tarde, en unos ultramarinos, el furor que sorprende con una trepidante y sudorosa angustia, lo gobernó. Su cara era una alarma palpitante y las axilas dos aspersores que competían para enfrentarse a las emanaciones cárnicas de la sección de embutidos. Registró todos los bolsillos y el forro de la cartera. Nada. Una tarjeta y tres billetes de diferente valor. ¡Ni una moneda! La tragedia se mascaba en el lineal de las conservas vegetales. Una gama infinita de aceitunas y todas tentadoras para un paladar que se recreaba con los sabores fuertes o avinagrados y no podía decantarse por ninguna: aceitunas rellenas de pimiento, con cebolleta, bajas en sal, en salsa picante, empaladas por pepinillos, sevillanas, muertas, o las famosas “Gilda”, pinchadas con una guindilla. El paquete con las distintas alternativas constaba de ocho latas y frascos; podía efectuar, como ya hiciera antaño, unos octavos de final, eliminatorias entre dos productos hasta llegar al vencedor, pero estaba inutilizado. Dentro de ese estatismo que lo había encarcelado en el pasillo de los encurtidos, pensó en su mujer para resolver la ecuación de las aceitunas. ¡Sapristi! A ella le gustaban unas verdes sin aliñar, toscas e insípidas, que vendían en la pesca salada del mercado de San Benito. No pediría cambio a ningún empleado, estaba cansado, frustrado. Respiraba con andanadas, con la cabeza gacha de un toro que se apresura a embestir. Así se mantuvo durante el trayecto de regreso a casa y sentado en el sofá del comedor. No era la marca de tipo vacilante la que le molestaba, sino la de ser alguien subyugado a otra persona, se sentía dirigido por su mujer. Por culpa de ella se había quedado sin aperitivo y estaba rabioso. Era un secretario, un botones, un ujier quinceañero que se contenta con obedecer y recibir una palmada en el hombro. Barruntó por minutos apretando los labios, cual niño malcriado al que le escuece una regañina, y se encaminó al dormitorio. Con el protocolo ceremonioso que un verdugo opera para finiquitar a la víctima, el Sr.Stapleton abrió el cajón de su mesita, cogió una moneda mellada por el canto y reteniéndola entre el pulgar y el índice, declamó solemne: “Cara me quedo, cruz la abandono.”