"¡Silencio!", relato para el grupo "Mini cuentos", de Meetup.

CUALQUIER PARECIDO CON LA REALIDAD, NO ES COINCIDENCIA, ES REAL. EN EL ESPACIO QUE TARDÉ EN CONFECCIONAR ESTE RELATO, NADIE HA SUFRIDO OFENSAS, SALVO MI MEMORIA AL RECORDAR; PERO DURANTE LAS CLASES QUE SE VAN A REFERIR, UN COLECTIVO DE ESTUDIANTES, SÍ FUIMOS VÍCTIMAS DE LOS PEORES DEFECTOS DE UN MAL DOCENTE.

 

-¡Silencio!
Tres sílabas, la última alargada, proferidas con aspereza, santo y seña de la Srta.Lobato, profesora de latín y griego.
    La clase permanecía atenta, apenas algún murmullo que merecía la amonestación reseñada. Ignacio, situado en la primera hilera de los pupitres, al lado de la ventana,
era un taquígrafo tomando notas. ¿La lección? No, las coletillas por carencia de fluidez oratoria y léxico reducido, onomatopeyas y ruidos inclasificables de la susodicha señorita. “Eh...”, “bien”, “pues...”, y el ya conocido “¡Silencio!”.
    Terminadas una serie de traducciones, la figura a tratar esa mañana era la de Eros, dios griego representado por un niño alado y provisto de un arco, el que en la mitología romana conocían como Cupido.     Una vez habíamos visto la escultura “Eros y Psique” del libro de texto, la maestro hizo una de sus transiciones habituales, pasando de ser la intransigente Srta.Lobato a simplemente Feli, una persona coloquial y soez, con el cometido de cumplir con el papel de entregada hermana mayor del grupo, como la que insta al resto a embarcarse en un vuelo sin motor, con la humareda de cigarrillos alucinógenos. Práctica, que cómo no, defendía como emblema de la "progre subversiva" que se creía.
    En el libro se podía leer, que Eros figuraba como uno de los seres primigenios, vinculado al mito de los orígenes del mundo, pero Feli ya entonaba un discurso poco educativo, relacionando el personaje con corpulentos modelos de colonias. De ahí, pasó a citar dos películas de Passolini: “El Decamerón” y “Saló, o los 120 días de Sodoma”. Entre risas de los que se habían dejado embaucar por la prosa propia de un poeta arrabalero, que olvidaban que en el repaso de los exámenes no habría otro jolgorio que el regocijo de la examinadora al escribir su recurrente “No contestas a la pregunta”, aparecieron tacos y referencias íntimas de la docente, a experiencias furtivas con el sexo, a edades incluso inferiores a las que tenían los alumnos.
La cara de Ignacio era la de un futbolista abochornado por la goleada que llevaba encajada su equipo. Soplaba y miraba al techo buscando desconsuelo, pero no podía evadirse. Esos retales de serie “S” de baja estofa, habían viciado el aula. No existía maestra, en realidad nunca la hubo en un sentido estricto. Sin gafas con cristales de colores, pero con atuendo y proceder de asistente del festival de Woodstock, la psicodelia había trastocado hasta la cordura de ese apacible estudiante.
    La fértil imaginación de un pubescente, empero, no podía encubrir la realidad. La pelambrera larga, pero ajada, lacia, con hebras canas, y en general, de vista tan mustia y pareja a una corona funeraria con tres jornadas de vida, no se acercaba a unos cánones de belleza estimulantes. Estereotipos del vestuario fantasioso como vestidos de raso, pañuelos de seda, blusas de satén o zapatos de tacón de terciopelo, tenían su réplica con prendas desgastadas que simulaban un cuerpo amorfo, que como ella, también era rebelde y luchaba contra la opresión de los mandamientos del mundo de la estética. Los leotardos de lana color mostaza, con bolitas, eran usuales en la vestimenta de la profesora de lenguas muertas clásicas. ¿Una típica esclavina griega, con un pelo lavado y recogido en una cola por una argolla de plata, habría mejorado la imagen? Sin duda, aunque Miss Lobato tuviera un tronco adiposo, no era una mujer mayor, no se le distinguían arrugas y estaba lejos de ser adjetivada como fea. Aquí está la clave: “De gustibus et coloribus non est disputandum”. No podríamos debatir sobre las inclinaciones individuales, referente a lo que encontramos atractivo o incitante, porque son criterios personales, pero la inquina, el requiebro en la maldad, el engaño, proceder con argucias, la descarada falta de empatía y la soberbia, son detectables y más allá de las virtudes físicas de un ser, lo afean de verdad para auparlo como alguien detestable, como en el caso referenciado en este texto.
(Jaculatoria de la docente)
Srta.Lobato: “Domínguez, no contestas al enunciado del relato.
¡Silencio!"