-Gregorio, baja el aire, que voy a hacerme los pies.

    Para aquella ama de casa,  a falta de joyas, ropa fastuosa o cruceros, ese había sido el capricho de su vida: un novedoso aparato de aire acondicionado, con sigilosas bombas de calor para la calefacción y la refrigeración. Paquita estaba satisfecha, atrás quedaban los anacrónicos ventiladores que dispensaban aire caliente y sonaban como el motor de un avión; además, este era un modelo de bajo consumo, ecológico y preferible a lucir una estola de nutria en días invernales. Antes, los acaudalados señores coloniales se contentaban con ser ventados por criados, ahora un modesto y aburrido matrimonio de barrio disfrutaba de la mejor climatización apretando dos botones.

    Paquita imaginaba sentirse dentro de un vaso con hielos, mientras se hacía la pedicura. Para rebajar los sudores del esfuerzo, se servía una tónica con una rodaja de limón o naranja. La leve efervescencia del gas le evocaba la espuma marina de las olas truncándose en la orilla, adecuada alegoría estando descalza con el esmalte de las uñas. El color elegido era el rosa crudo, a juego con unos preciosos zapatos.

 -Decías que eran de boda, la cuestión es objetar y no comprar. Es un color veraniego. Me casé una vez, no habrá más.

     Comentó Paquita enzarzada en pintarse el dedo pequeño, esperando un reproche de su marido, aduciendo que ella albergaba esperanzas de acudir a una ceremonia de enlace de alguna de las hijas de sus amigas, pero Gregorio se mantuvo serio, clavado en el sofá sin pretensión de opinar. Paquita se bastaba por los dos, no necesitaba réplica.

 -Acércame los algodoncitos, ¿quieres?

    La respuesta fue un ruido apagado con la boca cerrada.

-Vago hasta para gruñir. Duérmete, que se está fresquito. Al nene le da cosa, el sabor del esmalte se le mete en el paladar. Siempre has sido delicado –continuó mirándolo-, con los pañales de los críos, por ponerte una tirita... “Tienes un marido que ni en las rebajas”, me dicen para chinchar las amigas.

    Se escuchó un carraspeo de descontento.

-Yo te defiendo, cielo, todo el género pierde con el tiempo, se desgasta la tela, hay que zurcir un siete, se descolora... –argumentó Paquita observando el rostro de su impávido esposo-. Cariño, tienes el mismo tono de piel que la nevera, ¿será de ir tanto por las cervezas y las aceitunas? Bueno, al menos eso te hace entrar en la cocina. Las tareas del hogar no forman parte de tus habilidades. Recuerdo cuando me ayudabas a tender en la azotea, resoplabas, cerrabas los ojos y un día, creyendo que no te veía porque estabas cegado por el sol, te enjuagaste el sudor con una toalla recién tendida. Este es mi Gregorio, dame otro algodón, cariño.

     A tientas, alzando las piernas y alargando el brazo, Paquita notó una sensación extraña en la mano. No quiso insertarlo entre los dedos, mirando de soslayo la bolita que le había pasado su marido. En silencio, se giró hacia él.

 -¡Qué es esto! Desastre de hombre... ¿Puedes explicármelo?

    El aludido quiso mirar a su mujer, pero no pudo, apenas soltó un gemido. La cara, el cuello y todas las partes del cuerpo que Gregorio tenía descubiertas estaban lívidas, agrietadas y con puntos amoratados. La expresión labial era la de alguien cansado, un lelo que hubiera subido varios pisos transportando paquetes.

-¿Te has visto? –dijo Paquita rabiosa-. Mírate, menuda facha, como si te hubieras untado un yogur con frutas del bosque. Ni en verano cuando te fundías el tarro de “Atrix” en dos días. No vamos bien, Gregorio... No me lo esperaba de ti. Sabía que eras un muermo, una momia, pero nunca esto. ¿Qué dirán los vecinos, los niños? Es lo peor que me podías hacer, hubiera preferido descubrir que me eras infiel, que te marchabas con la paga fresca a una casa de citas.

    El marido se expresó con gestos, apuntando al aparato de aire acondicionado. Paquita lo graduó hasta que las protestas cesaron.

-¿Pretendes convertir la casa en una cámara frigorífica? Creía que me ibas a hacer viuda dentro de unos años, pero me vienes con este plan; desconsiderado hasta el fin, porque el final... ha llegado. No pienso compartir espacio con una chatarra humana, búscate a otra, un tío o cásate con un sofá y una nevera y montáis un trío nunca visto, pero que no sea con los muebles de casa, ¡fuera de este piso! Siento pena, pero no pena de llorar, de vergüenza, de darte un guantazo con la mano llena.

    Con la furia ascendiente, Paquita recogió el ojo de su marido que había depositado en un cenicero al entregárselo como falso algodón, y se lo encasquetó en la cuenca vacía, de la que colgaba el nervio óptico. Sin oponer resistencia, Gregorio fue despedido a empujones, mientas despedía entrecortados estertores.

     Paquita regresó al sofá para seguir con las uñas y, al destapar el bote de esmalte, se detuvo pensativa:

-¿Qué raro? Mi Gregorio un zombi... ¡Con la poca iniciativa que tiene!

FIN