Los omoplatos de mi objetivo se movieron, deslizándose tras ello unas arrugas en la blusa de perlado gris. La comba de la espalda era perfecta, una columna hierática, pilar de una mujer solemne, con tanta clase, que era admirable solo viendo cómo ondeaba la tela de raso que vestía, debido a los sosegados soplos de aire.
Izada toda ella al estar sentada, su pose era la de una amazona sin riendas, controlando el galope sin que su tronco dejara de estar enhiesto. Quien fuera virtuoso, para teclear una mimosa sonata en ese cuerpo, punzando las yemas con el afecto de un pianista de espaldas.
La imagen señorial se tornó volátil y se disipó con sutil y seguro paso. Se alejaba, pero todavía distinguía sus rizados mechones que vacilaban a cada zancada; ellos eran las volutas de una columna que sería derrotada por los años, pero tan artística que al evocarla por medio de fotografías o el imaginario, sería un alijo de emociones para creadores y poetas.