Las inversiones de un archimillonario pueden ser variadas, cualquier negocio que produzca alta rentabilidad se convierte en un objetivo. En el caso que nos ocupa, Percival MacMillan había apostado por la creación de un museo, con la intención de aportar ocio y cultura a los visitantes y pingües beneficios a sus arcas, ya que la singularidad del mismo le garantizaba un caudal de visitas inagotable.
    Toda la ciudad y sus alrededores querían visitar el recinto que llevaba su nombre. No estaba permitido tomar imágenes, la sorpresa era un elemento fundamental para el goce del público.
    Críticos de arte y personas con actitud almidonada levantaban la barbilla, entornaban los ojos y salían del museo con muecas e improperios, eso sucedía cuando descubrían que las gaviotas, gorriones y dinosaurios alados que reproducía con quietud un escultor con una masa parecida a la compota de ciruelas, en realidad tenían como materia prima cerumen de las orejas. Hay que suponer la colaboración inestimable de los consultorios de los otorrinos para que el artista no viera frenada la actividad.
    Más adelante aparecía la historia cronológica de los sanitarios, algo no tan llamativo para el espectador ya que el inodoro ha sido protagonista en transgresoras adaptaciones de óperas y en exposiciones escultóricas surrealistas. Quedaba acompañado por una colección de orinales y bacinillas de época, lo más preciados con la vitola de pertenecer a prestigiosos fabricantes de porcelana de la Baviera del Siglo XVIII.
    La cola se alargaba para acceder a la cámara anecoica. Personas con problemas auditivos o respiratorios eran excluidas por precaución médica. Adentrados en el pasillo, el grupo recibía un protector auditivo, una simbiosis entre un casco de astronauta y una escafandra de buzo. Superadas cinco puertas y con el vaho empañando las viseras, penetraban en la cámara, un cuadrado recubierto de una espuma con conos que absorbía el sonido que generaban unos difusores. Los decibelios de tres aviones despegando eran los que allí fluían. Por lógica, nadie oía nada y las explicaciones del encargado de la ruta quedaban en una pantomima. ¿Si la cámara estaba insonorizada, qué utilidad tenían las puertas que la precedían? ¿Cuál era el sentido de adentrarse en la habitación más ruidosa del mundo y escuchar solo tu propia respiración? Para encarrilar la frustración el paseante podía recurrir a la parada donde un hombre explicaba las virtudes de un revolucionario libro: el “Diccionario para ser feliz”.
-Usted, caballero, busque una palabra –comentó el vendedor confiado alargando un ejemplar.
-“Bancarrota, dícese de una bandeja repleta de dulces que suele naparse bañándola con chocolate caliente”. Absurdo y disparatado –respondió el visitante incrédulo.
-Permítame la rectificación, estimado lector, ¿qué querría pensar alguien que convive con la ruina? ¿En su desgracia? ¿Agrandar la pena? No, pensamientos afables son los que necesita para recomponerse anímicamente. Este diccionario lo redactó un psicólogo, el Dr.Zadok, basándose en la técnica del “rincón seguro”, un ardid que usan los pacientes con ansiedad y que consiste en retroceder a un espacio del pasado que les confiera calma.
    Al lado de los diccionarios estaba una parada de bolígrafos y estilográficas, utensilios pensados para tratar documentos capciosos y dilatar el momento de la firma. Como les sucedía a Harpo y Groucho en la memorable escena del contrato, estos instrumentos de escritura estaban vacíos por dentro, no contenían ni una gota de tinta.
    Mientras el público se dispersaba por los variopintos stands, un sofocado encargado reclamaba auxilio a otro.
-Tenemos un hombre atrapado en el baño.
-Maldita sea, las instrucciones están enmarcadas en la entrada de los servicios...
    En efecto, un museo tan singular como ese disponía de unos aseos que no defraudaban, así que para salir de ellos se tenía que escribir una palabra, frase o definición de determinado nivel intelectual en la puerta, que en la cara que daba al retrete tenía adherida una pantalla táctil. Percival, que personalmente había escrito “¿Eres de Tesla o de Marconi?”, pretendía luchar contra la degradación de los baños públicos y evitar los detestables cohetes simulando partes anatómicas masculinas, escatológicas declaraciones o incorrecciones ortográficas del tipo “Yo estube aquí!”
    Una matrimonio se había dividido cuando un lector con el diccionario del Dr.Zadok iba a leer la definición de “Ruptura”, a lo que el marido exclamó con incontenible euforia, “¡Gloria!”. Ella escuchaba atenta las explicaciones de una señorita con un revolucionario producto, anunciado como “El spray para salir a cenar”. Con una leve pulsión el bote expulsaba un insistente olor a comida quemada (de ahí el nombre comercial “Quemida”), obligando al cónyuge a llevarla a un restaurante. La misma vendedora ofertaba un producto infalible para la dieta, se trataba de un paquete que contenía pasta integral y galletas sin azúcar, empacado con materiales militares, con lo que resultaba casi irrompible. A cada rasguño, estirón o magulladura generaba un aroma que inducía a seguir esforzándose para romper el envoltorio del paquete. El resultado: calorías gastadas y alimentos no ingeridos, la fórmula magistral para perder peso y ganar mareos.
    En el otro extremo un sastre ofrecía la chaqueta ideal para citas que suscitaban inapetencia: reuniones con amigos de la escuela, meriendas con la cuñada o las tediosas salidas a tiendas de ropa, sufridas a cámara lenta por el marido.
-“Esta prenda es su solución. Sí, abnegado esposo que anda por los centros comerciales arrastrando los pies porque cada advertencia de su mujer es un latigazo y deseando que suene la advertencia de cierre del centro por megafonía. Por experiencia, sabe que si comenta a favor del vestido, ella le replicará: “lo dices para que nos marchemos a casa”, y si osa aportar valoraciones negativas... Ni lo intente, adquiera esta chaqueta; solo ha de subirse la cremallera hasta el tope y tirar del cordel que se esconde en el bolsillo izquierdo, notará una presión ascendente. En un minuto quedará atrapado en esta tela, la cremallera atrancada y “voilá”, librado de cualquier actividad hasta que unas cizallas lo rescaten.
    El Sr.MacMillan aun acumulando algunos detractores, dio con otro éxito hasta que la tecnología se reveló en su contra. El algoritmo que manejaba la computadora de los paneles de los aseos empezó a dar error con el reiterado axioma “Carpe diem”, el programa quedó saturado y con él una docena de personas atrapadas en el baño. Algunos arrancaron las tuberías para que el empuje del agua derribara las puertas que ni los encargados de mantenimiento podían desatrancar. El caos se distribuyó por los pasillos, que estaban sin luz y con el suelo encharcado y el ambiente corrupto porque el filtro del aire de los baños tampoco operaba.
    El recinto cerró, pero las colecciones e inventos estaban en poder del mentor que se hizo con las patentes. Si bien es verdad que para siempre aborrecería la popular locución que nos insta a “vivir el momento”, Percival MacMillan sabía que “el arte perdura , como sus obras, pero la vida es breve, como lo fue la andadura del museo.