"¡Todo al rojo!", relato para el grupo "Mini cuentos"

Después de quedarme atascado entre los asistentes con la chaqueta colgando y una manga limpiando el suelo, fui colocado en una mesa donde solo éramos dos. Como no podía ser de otra forma, la señorita con la que había departido en la entrada del restaurante, con una construcción inteligible que alegó entre dientes, abandonó la silla que le había apartado para que no fuéramos vecinos directos durante el convite, así que para eludir un mal inicio de cena atrapé dos canapés de salmón para que amordazaran mi apetencia por reprenderla. Me había sentido un viajero antes de embarcar cuando recibe el comentario desdeñoso de un agente de aduanas. 

    La copa de cava estaba tibia, y eso añadió un aspecto peludo y desaseado al funcionario emergente en mi imaginación.  En tres minutos mi interés por la velada estaba renovado. Todo al rojo, esa era la apuesta ganadora de la noche. Cabello negro y labios delineados con fervor. El saludo que recibí fue escueto, elegante, adornado con una sonrisa natural no aislada de un deje atenuado de seducción. La diminuta peca al lado del surco labial, los rizos vivaces que se agitaban como la campanilla de una tienda cada vez que accionaba la cabeza, su encanto, su vestido entallado y los mitones a juego, encarnados... Tuve que inspirar tan fuerte para retener mi parte menos caballerosa que creí haber aspirado las migas del mantel. 

    La charla fue variada y participativa, y al aparecer la música de fondo las raíces del íncubo (diablo impúdico), habían hecho lava de mi sangre y arañaban mi afamada timidez de tipo eternamente apocado. Una voz ficticia de jugador colérico no paraba de alentarme y repetir la consigna “todo al rojo”, el color que englobaba por entero mi contorno, hasta el punto que temía rozarle los dedos enguantados para no quemarme. No precisaba palparla para enloquecer de pasión, sin embargo, una atadura frente a frente, pero con mis manos liberadas y entrelazadas para sustentarla confeccionando un asiento para que se columpiara, habría sido una inmejorable opción para conocernos, pero encontré tan desaconsejable esta bribonada, como leerse el final de un libro al terminar el primer capítulo. Este timorato pecador incumplía el noveno mandamiento desde que la demoníaca beldad me alborotara. Mis pensamientos eran tan desvergonzados y reprobatorios que no hacía falta ser un estricto censor para condenarme. Respiré el rastro del azufre cuando nos despedimos. Yo tenía el aspecto de alguien que hubiera rodado por una ladera, pero con la lasciva esperanza de traspasar esas inmorales ilusiones en venideros encuentros. Esa noche mi conducta había sido disruptiva, un oasis en mi fracasada existencia amatoria, pero tan reconfortante como una fusión corporal obrada con el más exaltado frenesí. En realidad, el delirio místico y sensorial alcanzable con la agudeza creativa, no lo supera la consumación de los delitos carnales, así que no se encasillen en la frustración del estiaje y sean felices con este secreto que les brindo con afecto.