“TERAPIA PICTÓRICA”, relato para el grupo "Mini cuentos"

Una cara hundida en la tristeza despedía el reflejo del escaparate. Un artista sumido en la desidia, sin ganas de volver a la pintura debido a la frustrante carrera, de alguien cuyas ilusiones se hallaban despedazadas, en estado crítico.
    La tentación de la escandalera de romper telas, tirar el caballete y verter las pinturas, insistía como idea dentro de su persistente desazón, que daba pasos aproximándose a la ira, pero Maceo Mendes no gustaba de las excentricidades y no consentía dejarse llevar por un arrebato paranoico en contra del mundo. Para no caer en el estereotipo del virtuoso amargado e incomprendido, apretó los dientes, amarró el bozal y contuvo la rabia hasta disuadirla.
    La meditación en el estudio fue un monólogo silencioso donde se debatía la desobediencia entre dos capitanías con reconocida autoridad: cabeza y corazón. El duelo se zanjó con tablas. 
    Para poner en práctica la resolución, Maceo preparó los botes de pintura acrílica y diversas combinaciones, un juego de pinceles y se anudó un trapo con evocaciones a aguarrás, el antifaz con el que iba a perpetrar esa nueva creación. Pretencioso, sí, descabellado y presuntuoso también, pero esas son características aceptables dentro del comportamiento artístico, así que iba a pintar mirando hacia su interior, un viaje a los sentimientos, privado de la vista para no estar condicionado. La expresividad con carta blanca.
    Sin pausa ni elementos de distracción, la tarde devoró la noche y en esas horas de sueños interrumpidos, Maceo resopló bajando la barbilla, con ese gesto de complacencia e innegable extenuación, del tenista que ha ganado un partido maratoniano.
    Venda fuera, masaje facial y estiramientos para encajar la musculatura y dar tiempo a que sus sentimientos se aposentaran, para juzgar la valoración desde la templanza. El diagnóstico de la analítica pictórica era irrefutable, en el revoltijo cromático vivaz del acrílico todavía fresco, había dibujado una cabeza almendrada como la suya, pero con rasgos difusos, rodeada por incompletas caracolas de azul intenso, entre cañones de luces verticales, el significado de su infinita ilusión. En sí, el cuadro transmitía la potencia lumínica que generan los carteles de neón de una metrópolis y enclavada en el surrealismo donde apenas se distinguen formas, era una alegoría a la vida, de alguien con la esperanza incapacitada, pero hambriento por difundir y contagiar sus sensaciones. A ciegas, siendo honrado consigo mismo, el sublime empuje creativo le había marcado un tímido rubor y un semblante alegre. 
    Transcurridos unos minutos, el pintor desvío su atención del lienzo. El bote con agua sin usar, listo para enjuagar las cerdas de los pinceles, era de un azul índigo que bordeaba el negro. Un cielo encapotado por perversas nubes de tormenta. Terapia saldada, en ese caldo se concentraba toda la adversidad de un autor que no tardaría en ser respaldado por el reconocimiento popular.