"Próxima parada", texto para el taller de relatos "Mini cuentos".

Un amasijo de diminutos triángulos y aristas de chocolate blanco con almendras restaban desmenuzados dentro del envoltorio. La chocolatina había sido aplastada por Margareth como si le diera gas a una motocicleta.

    Reclinó la cabeza en el asiento, cerró los párpados y los apretó. El ligero vaivén que hacía oscilar el vagón y el ruido de la maquinaria en acción la aliviaron.

    —El billete, señorita.

La pasajera abrió los ojos, con expresión de no comprender la pregunta. Sin alterarse, el revisor dejó pasar unos segundos para insistir en el ruego.

    —Su billete, por favor.

    —No tengo —respondió ella después de superar un balbuceo originado por una elevada inseguridad.

    —¿A dónde se dirige?

    Margareth despejó su aparente estado de ensueño.

    —No lo sé, por eso no saqué billete. ¿Cuál es la última parada del trayecto?

    —Ashton Valley. ¿Quiere ir allí? Tendrá que pagar un recargo.

    El recelo del revisor quedó patente. Escribiendo el recibo, levantó la mirada para cerciorarse de la identidad de la pasajera.

    —Parece desnortada. ¿Quiere que llame a un médico?

    El verbo “llamar” provocó que se ausentara de la realidad. Un mínimo gesto de negación finiquitó el diálogo. Margareth giró el cuello hacia la ventana, como si tuviera puesto un collarín ortopédico. Estaba aturdida por la resonancia de las palabras del revisor. Sabía que la había tomado por una fugitiva, igual que Marion Crane en el inicio de “Psicosis”, o por una enferma. No era ninguna de las dos, aunque rompiera su disciplina y se subiera al primer tren que partía de la estación.

    ¿Cuál era su rumbo? ¿Una población que no conocía a 500 km de su casa? Un poeta habría replicado orgulloso que su destino era “encontrar la felicidad”. Se golpeó las rodillas deslavazando esa idílica idea. Sí, las sospechas del empleado eran ciertas: huía.

    ¿Qué se hace cuando no quieres atender los problemas? Alejarse de ellos. Margareth era un bandolero saliendo al galope después de haber saqueado y logrado un botín, pero el suyo solo constaba de miedo, surgido cuando detectó que el amor por su marido había derivado en afecto y, ese afecto, había decrecido hasta llevarla a una convivencia con alguien que conocía, pero que le transmitía la misma ilusión que descamar y destripar una bandeja de sardinas a diario.

    Estaba avergonzada y sin el valor para encarar una ruptura, pues no tenía argumentos mas que el depósito donde almacenaba los sentimientos cuya flecha indicaba “vacío”.

    El tren se detuvo, pero no los pensamientos de Margareth. ¿Llegar a la madurez para comportarse como una chiquilla? Fugarse con una aventura extraconyugal que convirtiera en álgida la emoción en cada encuentro recordando una imperceptible caricia en un entusiasmo perpetuo tendría sentido, pero no ese precipitado número de escapismo.

    Antes de reanudarse el viaje, Margareth bajó del tren para comprar un billete de vuelta. Durante el receso se decidió. Tenía que afrontar la situación con entereza y calma. Las personas no somos dueñas de nuestros sentimientos, tienen vida propia y los suyos por él, habían hecho los bártulos para no regresar jamás.

    No podía llamar a su pareja, porque en esa disparatada vorágine había tirado el móvil a un río maloliente. Acertado, pensó, allí encajaban muchos de los mensajes y vídeos zafios que transferían los habitantes del submundo virtual.

    Sin telefonía, estaba obligada a citarse con su marido para sincerarse, esa era la única vía factible. Las verdades duelen y, en ocasiones, no se comprenden, así que ella resolvió el conflicto con una frase concisa e impactante: “Serafín, tengo un amante”.

    Ese fue el fin de Serafín, aunque no hubiera ni el regalo de un diamante por parte de un amante; así que sirvió esa falsa confesión de un amor clandestino, para dejar de andar por un camino sin destino.